Columna de Paula Escobar: A las puertas de la historia
La visita de la joven Greta Thunberg, la catástrofe climática, la organización de magnos eventos como la Apec y la COP: eso ocupaba la agenda pública de la primavera pasada. No las inequidades, la tensión social acumulada o la posibilidad -alta- de que la violencia se tomara las calles.
Pero antes del 18/O las señales de que estábamos frente a una olla a presión estaban ahí, pues se estaba socavando sostenidamente la idea de la meritocracia, de que cada cual tiene agencia para diseñar y construir su futuro, más allá del porte o el material de su cuna.
La encuesta Bicentenario UC iba mostrando esta involución, estableciendo la baja sostenida en preguntas sobre la probabilidad que tiene en Chile un pobre de salir de la pobreza. El año pasado (y este), solo un 16% respondió afirmativamente aquello (versus un 27% en 2009). Y sobre la posibilidad de que una persona de clase media llegue a tener una muy buena situación económica, el resultado es más dramático aún: solo un 24 lo creyó así el 2019, versus un 49% 10 años antes (y este 2020, solo un 20). La chance de cualquier persona de iniciar su propio negocio y establecerse independientemente bajó de 51% a 27% en 2019 (y a 25 este año).
¿Por qué estas señales no fueron tomadas en cuenta y siguió así deteriorándose la confianza en las instituciones, el Estado y el futuro? Entre otros factores, porque las élites, todas ellas, experimentaron un desacople profundo de la realidad de quienes no son parte de ella; su mapa estaba -¿está?- equivocado. Son los dos Chiles que describió hace tantos años -y con tanto escándalo- un sacerdote jesuita, al hablar del fenómeno de la “cota mil”, que hacía que algunos jóvenes parecieran extranjeros en su propio país. Más de 10 años después de esa famosa columna de Felipe Berríos, mucho más perdidos que los jóvenes estaban los padres. La cota se fue separando aún más del valle, al punto de desconocer casi completamente el territorio. Hay una encuesta reciente y clave para explicar esto: la élite chilena piensa que el 57% de los chilenos es de clase media, pero la realidad es que solo lo es el 20%. La élite piensa que el sector más acomodado es el 18%, pero lo cierto es que solo es el 3%. ¿Y la clase baja? La élite cree que corresponde al 25% de la población, pero es el 77%. “Percepciones sobre la desigualdad en la élite chilena” se llama el estudio impulsado por el Círculo de Directores de Empresas y Unholster, y publicado hace una semana en El Mercurio. Es un estudio notablemente revelador, que debiera ser lectura obligatoria.
¿Y ahora qué? La conmemoración de un año del 18/O nos encuentra a una semana del plebiscito por una nueva Constitución, el camino y válvula de escape a la álgida y peligrosa situación en la que estuvimos hace un año, que miembros transversales de nuestra clase política (no olvidar que no fueron todos: PC y parte del FA no concurrieron) encontraron para encauzar la rabia, la desazón, el descontento, la pérdida de esperanza en que el fruto del trabajo duro puede rendir frutos no perecibles.
Queda una semana para reproducir el rito republicano y democrático esencial: una persona, un voto, nadie por encima del otro, todos iguales frente a la pregunta por el futuro.
El plebiscito es un puente que puede -y debe- conducir al reencuentro en los meses en que -si gana el Apruebo- habrá que debatir, justamente, el Chile que queremos en conjunto. Puede -y debe- ser un puente de la violencia al diálogo; del ataque despiadado al adversario político, al respeto y amistad cívica que este país ha tenido y puede rescatar. Un puente para pasar del conflicto exacerbado -como táctica- a la cooperación razonable en aquellos objetivos que nos son comunes. Para esto, la clase política debe estar a la altura de las circunstancias y de la historia. Debe renunciar tanto a sembrar pánico (parte de la derecha) o ira (PC y parte del FA). Y gatillar lo contrario: el entusiasmo en la posibilidad de un futuro que se haga cargo de las sombras de nuestro desarrollo, pero que valore sus luces, que sí las tiene. Y, especialmente, que se haga cargo de los temas de futuro. Una educación pública de excelencia, una real red de apoyo social, una salud de calidad para todos, una economía sólida y sustentable/verde, equidad de género aquí y ahora, respeto a los pueblos originarios y a los grupos subrepresentados, ciudades menos segregadas, valorar e invertir en cultura y ciencia son algunos sueños posibles que sí convocan mayorías.
Así podremos habitar el siglo XXI con un Chile revitalizado, a pesar de la pandemia: uno que no parte de cero, pero al que tampoco le hagamos solo una manito de gato. Uno donde podamos creer que un pobre puede salir de la pobreza y un joven sin recursos, labrarse un mejor destino.